ANDANZAS DE UN REPORTERO
Nicolás Lizama
(19/02/2018)
Nunca imaginé que llegaría el día en que tendría que bajar a toda velocidad desde un quinto piso.
Estaba en mi requinto sueño cuando me despertaron los desesperados gritos de mi anfitrión: “¡Vámonos que está temblando!”.
Por un momento pensé estar soñando.
Y es que, por la mañana, a mi arribo a la CDMX, el primer pensamiento que cruzó por mi mente fue un suceso de ese tipo.
“Tranquilo, no pasará nada, no puedo tener tan mala suerte”, me dije como una manera de espantar a mis demonios.
Y ahí estaba Pancho, a la una de la madrugada, gritando desaforadamente para que todos pusiéramos pies en polvorosa.
Nunca había bajado tan rápido 150 escalones en toda mi existencia. Estoy seguro de haber pulverizado todos los records existentes en el tema.
Vamos, para empezar nunca había dormido tan elevado de la tierra (cinco pisos, wow, dirían los enterados)
Nunca olvidaré los gritos de mi anfitrión y los ladridos de los perros -igual de angustiados- que cohabitan en todo el edificio.
De pronto, en cuestión de segundos, me vi corriendo junto con una muchedumbre que compartía la consigna de evitar morir apachurrados en caso de que el edificio se venga para abajo.
De todos lados salían cristianos buscando la salida.
Colisioné con mucha gente.
Varios cargaban a sus hijos.
Gente de edad avanzada se movía como en sus años mozos.
Era la lucha por la sobrevivencia.
Carambas, ahí estaba, codo a codo con los demás, con el miedo brotándome por todos lados.
En poco tiempo, en cuestión de segundos, llegamos a nuestro destino: el centro de varios edificios. Una pequeña plazoleta que lucía abarrotada.
De pronto me di cuenta de que en la batahola había perdido una sandalia. Era lo de menos. Mi problema, en ese instante, consistía en tranquilizar el corazón que me brincaba como un caballo desbocado.
La gente estaba con la mirada al cielo. Un evangélico -con voz temblorosa-comentaba con la persona a quién tenía a un lado. “Lo dicen las escrituras, el día del juicio final será algo parecido”.
De pronto me concentré en algo más material y comencé a buscar el utensilio que había perdido en el fragor de la batalla.
No tardé en perder las esperanzas. “Vamos, me dije, una chancla es lo de menos”.
El susto se fue y de pronto me di cuenta que estaba haciendo frío. El sencillo abrigo que llevaba encima no servía para nada.
Mi anfitrión, abrazaba a su perrito, un minúsculo chihuahua que abría sus ojos desmesuradamente mientras miraba a todos lados, como preguntándose: “¿qué diablos es lo que está pasando?”
“Si tiembla y me caen esos edificios encima, difícilmente encontrarán mis restos”, pensaban para mis adentros mientras un escalofrío recorrió mi cuerpo.
En ese mismo momento agradecí que no fuera hipertenso porque si no, allí me quedo, ya no la cuento.
Transcurrida la peripecia, luego de media hora con el alma en vilo, subí de nueva cuenta con una sola idea en la cabeza: empacar mis cosas y largarme de inmediato al aeropuerto.
PD.-Estoy dándole forma a este texto minutos después del sismo, a manera de exorcismo, como una forma de ahuyentar a todos mis fantasmas.
Supongo que no lo lograré nunca. Mis dedos aun están temblando.
Lo único que sé, es que difícilmente volveré a conciliar el sueño. Esperaré a que amanezca, para regresarme a mi terruño.