Nicolás Lizama
Cuando encaminaba mis primeros pasos en la actividad del periodismo, un sitio al que recurría frecuentemente era al mercado Ignacio Manuel Altamirano.
¿La razón? Existía un pequeño expendio de comida en el fondo de un pasillo en donde expendían diversos platillos regionales con precios módicos y en donde el frijol con puerco era el rey.
Recuerdo con gran lucidez aquellos almuerzos grandiosos consistentes en un plato rebosante de este exquisito manjar, así como una generosa cantidad de tortillas, que invariablemente iban a parar a mi estómago, siempre gruñendo, siempre vacío.
¡mmmh!, vienen los recuerdos y se me vuelve agua la boca.
Aquellos eran días de soltería con problemas de liquidez económica a media quincena, cuando bien iba, porque generalmente al tercer día la cartera quedaba vacía. Era apenas un aprendiz de reportero, sin una pizca de reconocimiento y por lo tanto el salario iba acorde a tal condición.
Recuerdo muy bien que aquello era un mar de gente. Iban y venían chocando entre sí. Había que ser muy hábil para cruzar de un lado a otro sin demorar.
El problema en aquella lonchería era encontrar un asiento vacío. Eran dos mesas colocadas a lo largo de aquel minúsculo sitio. Lo sabroso y barato del guiso provocaba que aquel pequeño negocio estuviera a reventar.
Era muy incómodo acomodarse en tan concurridas lugar. Por más cuidado que tuvieras, tus brazos siempre rozaban con el de los comensales vecinos. El precio y la exquisitez del guiso, sin embargo, lo compensaban todo.
Los olores a comida se entrelazaban. Se combinaban y uno entonces solo tenía que inflar el pecho y luego desinflarlo para aprovechar aquella exquisitez en todo su esplendor.
La dueña era una mestiza ya entrada en años. Provenía de un pequeño poblado del vecino Estado de Yucatán y el legado de sus ancestros era patente en aquella maravillosa sazón que traspolaba desde los cotzitos, pasando por el chocolomo hasta al mismito relleno negro.
La dama era tan buena para la cocina, que se daba el lujo de ver vacías sus ollas pasadas las tres de la tarde. Había que llegar con tiempo o te quedabas con las ganas de merendar.
Recuerdo ver puras caras felices. La sonrisa era permanente en el rostro de todos quienes concurrían a dicho lugar. Las venteras de comida, los clientes, así como los demás locatarios, hacían ventas lo suficientemente buenas como para transpirar puritita felicidad.
Aquello, de veras, jamás se borrará de la memoria, tan flaca, tan anémica a veces (¡ay, los años!).
Los tiempos, sin embargo, han cambiado diametralmente. Hoy, ya no hay multitudes. Hoy, ya hasta aquella lonchería desapareció. Y no solo se extinguió dicho local en el cual maté mi hambre muchas veces. Se han evaporado muchos más, que digo, la mayoría de aquellos sitios tan concurridos años atrás.
Ahora, en tu caminar por dichos pasillos, no chocas con nadie. No hay gente que rebote contigo. No hay cristianos que obstaculicen el paso mientras mironean como en aquellos tiempos de jauja cuando no dolía tanto meter la mano en el bolsillo.
Los tiempos ha cambiado de forma dramática en aquel lugar. La mayoría de los locales han cerrado desde mucho tiempo atrás. La soledad es notoria y te atrapa apenas das el primer paso en el interior del otrora populoso mercado Ignacio Manuel Altamirano.
Con excepción de media docena de taquerías, ya no hay actividad en su interior. Buenos taqueros que somos, aficionados a la llamada “muerte lenta”, no lo hemos dejado morir. No hemos permitido que le extiendan el certificado de defunción. Muchos opinan que no tarda en llegar. Que ya aquello más parece un camposanto. Que es mejor aprovechado por las oficiantes de otra actividad reñida con la moral. “Diligencias” que a decir de los conocedores, dejan más ganancias que vender chácharas, frutas, verduras o carne de puerco, de res o de pollo.
En fin, es triste ver que un sitio antaño tan concurrido, hoy agonice como enfermo sin esperanza de volver a levantarse.