Nicolás Lizama
Nunca he tenido pena de confesar que le tengo miedo a los aviones. Transportarme en ese tipo de artefactos nunca ha sido mi delirio. Al contrario, tengo pesadillas una noche antes de encaramarme en ese tipo de transporte.
Alguien alguna vez me dijo, pruebas en la mano, que se suscitan –por mucho-, más accidentes en el transporte terrestre que en el aéreo. Cosa que sirvió de poco para vencer mi fobia a subirme a los aviones.
Conozco a gente que se sube a los aviones con una tranquilidad extraordinaria. Cristianos que llegan, acomodan su equipaje, se sientan y entablan diálogo con los que llevan a un lado como compañeros de viaje. Yo no puedo. Yo desde que subo llevo cara de gente destinada a la desgracia. De gente a la que el patíbulo está esperando. Solo voy pensando en lo que será de mi humanidad si de pronto algo falla en el aparato y se viene para abajo. Imagino lo que se sentirá en un caso de esos. Uno, supongo, muere del susto antes de estrellarse en el suelo o en donde caiga el infortunado artefacto. Lo cual no deja de ser una bendición, ya que no percibes lo que sucede al final de la tragedia.
En alguna ocasión me encaramé a una de esas chatarras que hacen el viaje de Cancún con rumbo a la Habana, Cuba. Era mi primer viaje a dicho sitio y está de más comentar que iba muy entusiasmado. Ya mi acompañante Marcos Ramírez Canul me había hecho una sinopsis completa de todos los atractivos que había en esa ciudad tan legendaria, incluido el que -¡mmmhhh!-, ustedes ya se estarán imaginando.
En el aeropuerto nos habíamos topado con el cantante Francisco Céspedes, quien daba muestras de no estar de muy buen humor que se diga. Alguien había intentado armar plática con él y no tuvo el éxito deseado. El artista respondía con monosílabos. Por el poco interés que ponía en el diálogo, era evidente que la incomodidad lo invadía.
Cuando subí al avión me di cuenta de que viajaría en algo no muy moderno que se diga. Era evidente el deterioro de aquel artefacto en el que viajaríamos. “¿No se caerá esta cosa”?, pregunté ingenuamente al “composer”, quien ni por aludido se dio, ya que siguió acomodando todo el equipaje que llevaba.
Ver la tranquilidad de mis acompañantes de viaje me hizo pensar que estaba exagerando, que nada pasaría. Unos apenas se sentaron, se dispusieron a dormir a pierna suelta. Marcos me aconsejó hacer lo mismo. “El vuelo no tarda mucho y hay que aprovechar descansar ahora que podemos, en la Habana la fiesta es permanente”, me dijo con ese tono de voz que solo tienen quienes de veras saben de lo que están hablando. Intenté seguir al pie de la letra sus recomendaciones. No pude. Se sobrepuso ese sentimiento de desvalido que siempre me invade antes de abordar al denominado pájaro de acero. En mi interior se prendió el foquito rojo que siempre me anuncia una desgracia. Cuando se lo comenté a Marcos, la única respuesta que obtuve fue: “estás exagerando”.
El piloto dio inicio al proceso de despegue. Algunos se persignaron. Yo que soy poco afecto a tener santos alojados en mi devoción, no supe a quién encomendarme. “Craso error, el no tener una divinidad en la cual refugiarme”, pensé para mis adentros.
De pronto vi como salía humo por todas partes. “¡Madre mía –exclamé-, esta cosa se está incendiando!”. Y quise salir corriendo. Y lo hubiera hecho si no hubiese visto que todos los demás seguían muy tranquilos en sus asientos. Y no, no se estaba incendiando. Marcos me lo explicó muy a su manera: “Es que estos aviones son del año del caldo y el humo que vez es parte del proceso de despegue”. ¡Plop!, repetí de nueva cuenta para mis adentros. Y no pasó nada. El único que protestó fue Francisco Céspedes. “Por eso no me gusta viajar en estos aviones tan arcaicos”, dijo y con la misma cerró los ojos para dormitar mientras llegaba a su destino.
Estas reflexiones me vienen debido a que en los últimos tiempos ya son varios los aviones que se han venido a tierra. Las razones han sido diversas, sin embargo han abonado en mucho a la fobia que tengo por ese tipo de transporte.
La próxima vez que me suba a uno de ellos elegiré previamente a un santo al cual encomendarme. No es bueno sufrir sin tener una deidad a la cual pedirle que te ampare en caso de que suceda una desgracia. Aunque sea nada más por simple protocolo. Uno, lo he visto en otras gentes, como que descansa sabiendo que ya estás en manos de algún santo, aunque este ni exista, o si existe, ni se dé por enterado. Hay tantos en este mundo que se encomiendan a ellos y al mismo tiempo, para acabarla de amolar, que no creo que puedan atender tantas peticiones que les vienen de todas partes.