Nicolás Lizama
No hay joya más preciada que el reconocimiento público. El que los demás reconozcan en ti a alguien digno de admirar, es el mejor patrimonio al que uno puede aspirar.
Y todo mundo anda tras el reconocimiento por parte de los demás. Pocos sin embargo son los que pueden presumir de contar con el respeto del resto de la sociedad.
Y es que para contar con este atributo maravilloso de ser respetado por los demás, no hay de otra más que ser un personaje íntegro, por fuera y por dentro, ante los ojos del resto de la humanidad.
Todos lo buscan, pocos lo encuentran. Y es que aquí no importan los recursos económicos, no importa el impulso de los cortesanos, no importa ni siquiera la autopromoción. En este sentido, los únicos que tienen voz, son los demás.
Y no importa a lo que te dediques. Puedes ser político, artista o simple habitante de una comunidad. Lo que importa son las obras. “Por su fruto los concereis”, reza un adagio bíblico en clara referencia a los buenos sentimientos de algunos miembros de la humanidad.
Los políticos, al igual que los artistas, suspiran por el reconocimiento público.
Muchos de los miembros de ambas comunidades hacen circo, maroma y teatro con tal de que la popularidad los acoja en su seno. Hay mucho de mercadotecnia sin embargo en todo esto. Invierten un dineral en busca del reconocimiento público que los pueda encumbrar. Sabedores de que este es un atributo excepcional que abre cualquier puerta por más llaves que pueda tener, van tras él e invierten todo lo que tienen al alcance de la mano para darse al menos un barniz de popularidad.
Hay varios trucos para parecer popular. Hay varias maneras para aparentar lo que no se es. Al final, sin embargo, todo cae por su propio peso y la realidad emerge como una cruda realidad.
El reconocimiento público por parte de los demás, llega porque tiene que llegar. El que es merecedor de que sus méritos sirvan como ejemplo, no tiene necesidad de una mínima pizca de promoción. Sus méritos van de boca en boca y eso lo convierte en una roca tallada difícil de derrumbar.
Poca gente consigue el respeto íntegro de los demás. Humanos al fin, siempre tenemos detalles que nos hacen imperfectos ante el ojo del resto de la humanidad. Podríamos tener una o dos virtudes que obligan al respeto de quienes orbitan en nuestro alrededor, pero a cambio tenemos cuatro o cinco defectos que provocan el repudio en general.
Poca gente he conocido que aglutine el reconocimiento de propios y extraños. Si alguien me pidiera que diera cinco nombres de personas que se encuentren en este nivel, me pondría a sufrir. Me haría sentarme a pensar. Provocaría que me rascara varias veces la cabeza y me pondría a sudar.
Pero dejemos a un lado la tortura de hallar a cinco personalidades de este nivel. Tantas no hay. Insisto, resisto, persisto y mi memoria se niega a colaborar. Llegó a un punto en que no puedo avanzar.
El reconocimiento público no es alguna baratija que se pudiera comprar. De ahí el inmenso valor de quienes puedan presumir del reconocimiento popular.
El respeto público se gana, no se compra. Es cuanto.