Por: Gabriel Aarón Macías Zapata
La militarización en el combate al crimen organizado se ha visto como una necesidad ante la enorme capacidad armamentista que han adquirido los grupos del crimen organizado, imposible de vencer con tan solo acciones de inteligencia y de contención por parte de los cuerpos policiacos, los cuales carecen del potencial de fuego y menos aún de entrenamiento en tácticas que se acercan más a una guerra que a la delincuencia ligada a los delitos del orden común.
Otro aspecto de la militarización ha sido la implicación cada vez más estrecha de los militares con el poder civil, en gran medida debido a los compromisos de los políticos de bajar los niveles de violencia. Sin embargo, cabe admitir que existe un sector de la sociedad que se opone al proceso de militarización, toda vez que el ejército ha cometido graves faltas a los derechos humanos. Vale señalar que los cuerpos policiales civiles también se han visto involucrados en actos que han lesionado los derechos de los ciudadanos.
Mediante un breve recorrido histórico sobre este fenómeno, que tanto nos preocupa tras el regreso de EUA del general Salvador Cienfuegos para ser juzgado por la justicia mexicana, podemos ubicar que la intervención del ejército en el combate al crimen organizado se remonta a 1977 con la la Operación Cóndor.
Esta acción obedeció al incremento del cultivo de la amapola y el alza de los crímenes relacionados con el narcotráfico. El uso de la tropa para combatir este flagelo se hizo necesario puesto que algunas ejecuciones eran realizadas con armas de alto poder. Además, los grupos delictivos mantenían una efectiva organización que les permitía sostener el control del territorio y de los mecanismos que aseguraban la reproducción de sus actividades ilícitas.
El encargo consistía en combatir al narcotráfico que operaba en la región conocida como el triángulo dorado, compuesta por Durango, Chihuahua, Sinaloa y en parte Sonora. Aunque no existen documentos oficiales que lo avalen, se dice que el auge de la plantación de la amapola tuvo lugar por un acuerdo secreto entre los gobiernos mexicano y estadounidense para obtener la materia prima para producir morfina, destinada para mitigar el dolor de los soldados norteamericanos heridos en las batallas de la II Guerra Mundial.
Al ejército se le asignó la tarea de destruir plantíos de amapola y marihuana. La incipiente militarización y su implicación con el poder político civil se remonta desde que el general José Hernández Toledo, encargado de ejecutar la lucha contra el narco, fue participante en la masacre de estudiantes en Tlatelolco, y ahora, bajo la Operación Cóndor y con el pretexto de la lucha contra el narcotráfico, la tropa se involucró en ejecuciones extrajudiciales de guerrilleros. No obstante, también asestó golpes como la ejecución de Pedro Avilés, líder que coordinaba la estructura delictiva que operaba en el triángulo dorado.
Otro efecto fue que al poco tiempo el ejército operó a favor de los narcos mediante los sobornos que recibía por parte de ellos. Un ejemplo fue el de Ojinaga, plaza que Pablo Acosta logró controlar a cambio de una cuota que daba a la policía federal y a los mandos militares. En un instante la misión se revirtió: en vez de destruir los plantíos los soldados se volcaron a protegerlos. Además, el grupo delictivo obtuvo credenciales de la Policía Judicial y del ejército. Con facilidad los sicarios obtenían información confidencial de operativos y permisos para portar armas. Bajo esta protección Acosta mantuvo un férreo control sobre el negocio ilícito hasta que en 1987 murió durante un operativo.
Si bien la militarización dio algunos resultados lo cierto es que también contribuyó a la consolidación del narcotráfico, sobre todo bajo una actitud selectiva al favorecer a los delincuentes que contaban con recursos para sobornar a los jefes policiacos y militares. Como consecuencia, aunque existía colaboración con los cuerpos policiales civiles, estos pasaron a segundo plano ya que los militares encabezaron la Operación Cóndor. También se sabía que detrás de la llegada de un nuevo jefe militar a las zonas productoras de drogas, se establecía un nuevo acuerdo para vender la plaza y para fijar las cuotas. Sin embargo, a ellos la justicia rara vez los tocaba; más no así a los jefes policiacos como fue el caso de Alejandro Valenzuela, detenido con un gran cargamento de marihuana.
Durante la década de los ochenta el flujo del narcotráfico procedente de Sudamérica incrementó el tráfico hacia EUA, utilizando a México como país de tránsito de las drogas. Este factor fortaleció a los cárteles mexicanos y luego tomaron mayor poderío con el desmantelamiento de los cárteles colombianos, el de Cali y de Medellín. En este periodo el ejército fue utilizado para realizar funciones de patrullaje y la participación directa en puestos de mando de la policía; acción que dio lugar a críticas por la militarización de la seguridad. Con ello se logró detener a varios capos, entre ellos al Güero Palma. No obstante, altos mandos del ejército fueron procesados como el general Jesús Gutiérrez Rebollo, acusado de tener vínculos con el narcotráfico y sentenciado a 40 años de prisión.
A diferencia de los años pasados, los militares se involucraron en instituciones civiles como el Instituto Nacional de Combate a las Drogas, del cual era titular el general encarcelado. Esta tendencia continuó con Vicente Fox, al nombrar al general Rafael Macedo de la Concha como procurador general de la república. Sin embargo, la falta de coordinación de la PGR con las policías estatales y municipales no impidió que los volúmenes de droga hacia EUA disminuyeran. Además, la estrategia de descabezar a los cárteles dio como resultado la detención de Osiel Cárdenas, Benjamín Arellano Félix, Adán Amezcua y Gilberto García “el June”, entre otros.
Aquellos hechos dieron lugar a una lucha encarnizada entre los cárteles por el poder. Hacia el interior de las agrupaciones delictivas para elegir a los nuevos líderes y al exterior por alcanzar el dominio del territorio y el mercado. El más notorio fue el conflicto entre el cártel de Sinaloa y el del Golfo, al que se sumaron los Zetas, un grupo que se distinguió por la violencia exacerbada y que pronto logró ganar terreno a sus adversarios.
Si bien Felipe Calderón heredó un país inmerso en la violencia, lo cierto es que para distraer la atención sobre el dudoso proceso electoral que le otorgó el triunfo, a la par de buscar apoyo popular y legitimidad, así como intentar mostrar poderío ante la debilidad con la que asumió la presidencia; en 2006 hizo uso político del ejército y decidió lanzarlo en una lucha frontal contra el narcotráfico. En vez de dotar a la milicia de un marco constitucional para realizar actividades policiacas, Calderón promovió medidas que atentaban contra los derechos humanos como el arraigo, la autorización para que la policía pudiera ingresar en un domicilio particular sin orden de cateo, intervención en comunicaciones privadas, etcétera.
Aunque a Calderón siempre se le criticó por la falta de una estrategia bien definida; algunos sostienen que consistía en la contención y el debilitamiento de los grupos criminales. De ser así, ocurrió todo lo contrario; la atomización de los cárteles ocasionó el aumento de actividades delictivas como el cobro de derecho de piso, el secuestro, las extorsiones, el robo de identidad, secuestros, entre otros. También se dieron los daños colaterales sobre la población civil, algunos de ellos a manos de los militares.
El índice de violencia y de inseguridad se fueron hacia arriba y era claro que el combate al crimen organizado privilegió al cártel de Sinaloa, cuestión que podemos sostener con mayor seguridad por la detención de Genaro García Luna en los EUA, acusado de tener nexos con este grupo delictivo. Aunque ésta última organización criminal salió fortalecida, la atomización que surgió del debilitamiento de otros cárteles, o de la escisión de grupos de los mismos, contribuyeron a la dispersión del crimen organizado por casi todo el país, además que también aumentó su poderío armamentista.
El presidente Peña Nieto heredó un combate militarizado contra el narcotráfico y no hubo un cambio significativo en la estrategia y menos aún en los resultados. Durante este sexenio fue claro el ascenso del Cártel Jalisco Nueva Generación y que en poco tiempo logró expandirse en zonas estratégicas del país, esenciales para el trasiego de la droga. En gran medida la violencia tenía como causa la lucha de este cártel con el de Sinaloa por las plazas. De nueva cuenta el ejército y los cuerpos policiacos se vieron envueltos en hechos y matanzas que afectaron a los derechos humanos como los sucesos de Ayotzinapa, Apatzingán, Calera, Tlatlaya, Nochixtlán, Ostuta, entre otros. Es de notar que estos eventos hasta ahora han estado marcados por la impunidad, lo que parece indicar la protección del poder civil.
Ante la intervención ilegal del ejército en labores de seguridad y por lo necesario que significaba su participación en estas tareas debido al poderío que alcanzó el crimen organizado, el actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, desde su campaña política señaló la intención de crear la Guardia Nacional y de dotar del marco jurídico legal al ejército para realizar tareas de seguridad ciudadana. Ambas acciones fueron aprobadas en poco tiempo, lo que significaba que la militarización se formalizaba legalmente, aunque también se afirmó que esta situación sería transitoria. El ahora Primer Comandante de la Guardia Nacional, general Luis Rodríguez Bucio, así lo planteó en 2016 en un artículo publicado en una revista de temas militares: “Ante la falta de instituciones civiles que realicen dichas tareas (combate al crimen organizado), en el corto plazo las fuerzas armadas continuarán cumpliendo con las funciones señaladas (de seguridad)”. De igual manera, así lo plantea la ley recién aprobada y que establece los principios legales de la injerencia de la tropa en actividades policíacas.
La situación de violencia que distingue a esta época ha influido para que la militarización se vincule aún más con la estructura política del poder civil. A partir de la experiencia que a nivel mundial se ha experimentado con el aumento del terrorismo, el experto en estudios de la violencia e instructor de cuerpos de seguridad, Coronel Dave Grossman, sostiene que “los agentes de policía se están pareciendo más a los militares en su equipo, estructura y tácticas, mientras que los militares se están pareciendo más a los agentes de policía en su equipo, misiones y tácticas”. Tal parece que la Guardia Nacional se ubica en un punto medio: no se trata de una total militarización, pero tampoco los militares reducen sus labores a la atención de tareas policiacas del orden común.
De cualquier manera, aquella situación ha conducido a una dependencia mayor del poder político civil con respecto a los militares. En esta etapa de transición, en la que suponemos que se están evitando los daños colaterales y a los derechos humanos bajo el pretexto de la lucha contra el narco; aún queda pendiente resolver algunos casos de conducta negativa de varios militares y que por sus actos merecen ser sometidos a un juicio a cargo de autoridades judiciales civiles, ya que las nuevas leyes así lo disponen, en vez de ser enjuiciados por las instancias militares como se hacía en el pasado.
En adelante, en caso de que un militar cometa actos ilícitos en contra de la ciudadanía deberá ser sometido a la autoridad judicial civil. Al respecto, aun se muestra cierta resistencia entre la milicia y que podría dar lugar a la impunidad. El descontento que entre los militares ocasionó la detención del general Salvador Cienfuegos en EUA parece reflejar cierta incomodidad entre ellos. El llamado que hicieron para contribuir monetariamente y de manera voluntaria para su defensa muestra la solidaridad que puede existir cuando alguno de ellos se encuentra en aprietos judiciales. Más aún, la solicitud que hizo el PRI para que el Estado mexicano pagará los gastos de la defensa del general detenido, habla mucho del apoyo que la sociedad política podría brindar a la milicia en aquellas circunstancias.
Ahora que Cienfuegos fue traído al país bajo el compromiso ante los EUA de que en México será sometido a juicio, a estas fechas es muy prematuro sacar conclusiones hasta que el nuevo gobierno haga lo suyo y lo enfrente a proceso. El simple hecho de someter a un militar de alto rango bajo la justicia civil pone un límite a la militarización, así como a la intervención de los militares en activo en los asuntos del ámbito político. Más aún, independientemente del veredicto que se dicte, un juicio justo será una clara señal de que la impunidad se ha restringido para aquellos militares que cometan algún ilícito en el combate al narcotráfico. En este caso, parafraseando a Dave Grossman, las fuerzas militares se equiparían a las policiacas en los asuntos de la aplicación de la justicia.