Por Felipe Hernández
Carlos Joaquín, gobernador de Quintana Roo, empezó «su» carrera política en el proceso electoral 2001-2002. Era entonces gobernador Joaquín Hendricks Díaz, impuesto por la osadía desafiante de Mario Villanueva Madrid en 1999, cuando (Mario) creyó que efectivamente podía desobedecer, sin consecuencia alguna, la línea del presidente Ernesto Zedillo Ponce de León para que Addy Joaquín Coldwell fuera candidata priista a la gubernatura. Ya se sabe que Mario descarriló «el proceso interno» del PRI (una faramalla del momento para intentar lavar la antidemocracia interna tricolor, los dedazos) para que «ganara» Hendricks, fuera candidato y luego derrotara a Gastón Alegre (PRD) y Francisco López Mena (PAN) en la elección constitucional.
En ese proceso electoral de medio sexenio, entonces, Carlos Joaquín ya estaba en Quintana Roo, en las empresas familiares. Y las oportunidades con las que nació y que fueron su lema de campaña en 2016, le permitieron ser beneficiado directo, por vez primera, de las cuotas, ya para entonces habituales, del joaquinismo en Quintana Roo y ser nombrado encargado de las finanzas de la campaña de Gabriel Mendicuti Loria hacia la presidencia municipal de Solidaridad y luego tesorero municipal, para, al concluir el trienio ser beneficiado otra vez por las cuotas del joaquinismo y ser encumbrado como candidato seguro ganador de la presidencia municipal de Solidaridad, en las mismas elecciones (2005) en las que su principal obligado benefactor, Félix González Canto, resultó electo gobernador del estado para suceder a Joaquín Hendricks.
Y precisamente las «oportunidades» con las que nació siguieron guiando a Carlos Joaquín: Félix González Canto aceptó la cuota del joaquinismo, el equilibrio político, y lo hizo secretario de Turismo y luego diputado federal, aunque finalmente no accedió a hacerlo candidato a gobernador (¡Maravillas de la política!: ya no había Presidente de la República priista que mandará a los gobernadores tricolores, quienes pasaron de caciques a prácticamente reyes de sus estados) y el ungido fue Roberto Borge Angulo, con quien Félix quiso seguir a cargo del gobierno estatal.
Es evidente que 18 años después de ese inicio en la cumbre, gracias a las oportunidades con las que nació, Carlos Joaquín no tuvo la formación en la lucha política, no tuvo que hacer «carrera» de partido, no tuvo que hacer méritos, no tuvo que procurarse el favor de los electores. Simplemente tenía que recurrir a las cuotas que le tocaban a su grupo en el PRI. Se nota.
Pero las condiciones han cambiado: el PRI ya no es gobierno ni es la maquinaria electoral de entonces, la antes oposición se ha diversificado y la variedad de siglas partidistas son una madeja tan enmarañada que muchas veces el ciudadano no distingue qué partido es el que gobierna en su municipio y estado y sigue viendo que cada día es más común que el candidato que fue a pedirle votos en la campaña previa con ropaje tricolor ahora llegue de blanquiazul, amarillo, verde, guinda o arcoíris, porque la ideología, los principios, las convicciones dejaron de ser divisa de la clase política mexicana.
En ese panorama diferente, enmarañado, es donde los candidatos de los partidos que le prestaron las siglas a Carlos Joaquín en 2016 tendrán que salir a hacer campaña en breve, en condiciones francamente difíciles para ellos. Aunque con un enorme desgarriate interno, con pugnas intestinas irreconciliables, Morena saldrá a competir como favorito gracias a la sólida base social que aún tiene el presidente Andrés Manuel López Obrador. Y, al contrario, los candidatos panistas y perredistas saldrán cargando la pesada losa del gobierno incompetente de Carlos Joaquín, y les echarán en cara la falta de resultados y los agravios causados a muchos quintanarroenses. Basta con que los electores identifiquen a un candidato con la administración de Carlos Joaquín para que sus posibilidades de triunfo disminuyan.
Ya se verá en breve.