Nicolás Lizama
Mis respetos para los limpiaparabrisas. Me llaman la atención esos chicos que se colocan en los camellones y retan a los escasos segundos que tarda el semáforo en color verde para lanzarse como panteras encima del vehículo que tengan al alcance de la mano.
Se necesita mucha valentía para desempeñar ese trabajo. Sobre todo cuando la mayoría de los automovilistas, aterrados, apenas los ven, les mueven las manos desesperadamente para que cancelen el proceso.
Otros, menos rudos, optan por hacerles señales de que no tienen a la mano alguna moneda para darles. Y ellos, en buena onda, les dicen que no importa, que no pierden nada con lavarles el vidrio sin recibir paga a cambio.
Me llama la atención ver que, rechazados de plano, ellos no pierden el ánimo y siguen al acecho en busca del automovilista que generoso ponga algunas monedas en sus manos.
La vida es dura. No es fácil sobrevivir en la ciudad, sobre todo cuando no se tiene un trabajo estable que te permita adquirir al menos los alimentos suficientes para calmar los gruñidos de las tripas.
Sé de eso. Sé que también existen personas perversas que saben cómo bajarles los billetes a los tontuelos que se dejan. Son personajes que no han dado un solo golpe en su vida y que por lo tanto han desarrollado una extraordinaria habilidad para embaucar al que se deje. La costumbre los ha vuelto expertos y suelen vivir siempre a costillas del resto de la gente. Cristianos y cristianas que con su sonrisa de ángel conquistan al que se deje y viven como verdaderas rémoras enquistadas en el prójimo que así se los permita.
Por eso admiro a esa gente que se las ingenia para sobrevivir sin andar fregando a los demás. Cualquier actividad es noble cuando permite ganarse la vida lo más honestamente posible.
Y por eso veo en los limpiaparabrisas un verdadero ejemplo de sobrevivencia. Ellos, en vez de incrementar las filas de la delincuencia, que tanto coquetea hoy con los desamparados, con una franela y un frasco de agua y jabón, como única herramienta, se lanzan a las calles a desempeñar una actividad extremadamente complicada. Ser rechazado de manera sistemática no es algo que cualquiera pueda soportar. A la larga eso cansa y muchos mejor optan por abandonar todo e incursionar en los caminos torcidos de la vida.
Lanzarse a la calle apenas amanece sin tener nada en el estómago y sin una moneda en el bolsillo, es un acto de extrema valentía que no se le da a cualquiera. Es una muestra de arrojo y de ganas de sobrevivir en este mundo cada vez más complicado, cada vez más difícil de sobrellevar.
Por eso tengo en mucho aprecio a los limpiaparabrisas. Porque sé que se las ven duras para subsistir y aún así no le andan viendo la cara de p… a nadie. Se dedican a lo suyo, aún cuando el mundo entero no les entienda y los ahuyente a gritos y a manotazos.
La vida es dura. Muchos son los que desesperados por la forma en que son tratados día con día, optan por buscar otros rumbos nada recomendables. Unos eligen las drogas, lo que luego lleva a la delincuencia y finalmente a una celda en la cárcel de la localidad o a una tumba perdida en el panteón municipal. Otros, aleluya, como los parabrisas, eligen el camino duro, difícil, pero satisfactorio a final de cuentas –te ganas el dinero con tu propio esfuerzo-, de trabajar de Sol a Sol para obtener los recursos que te permitan controlar al estómago, que, impaciente, chilla lastimeramente cuando está vacío.
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