Nicolás Lizama
En mi transitar por esta vida, he tenido la oportunidad de conocer a infinidad de personajes.
Pudo asegurar que ninguno como a Enrique Alonso.
Pese a muchos años de trato continuo, nunca pude definirlo a ciencia cierta.
Nunca pude encasillarlo.
Lujos que se daba, era escritor, político y poeta.
En los tres aspectos se movía como Pedro por su casa.
En toda la comarca, que recuerde, nunca hubo un servidor público que se le acercara en ese aspecto.
Enrique, era de los pocos con los que se podía platicar de cualquier cosa.
Sin rebuscamientos, sin florituras de por medio, siempre se llegaba al meollo del asunto.
Podía ser sobre una llana tontería, pero también podía ser respecto a un tema reservado a intelectuales de abolengo.
No rehuía ninguna respuesta por más comprometedora que esta fuera.
Brindamos sin temor al exceso infinidad de veces. Y arropado por las musas del alcohol, hurgamos en todo lo analizable bajo esa circunstancia.
Un día, en una fiesta, Calixto Caballero era el encargado de desparramar la retórica a los cuatro vientos. Se desplayaba. Le encantaba ese ambiente. El profesor era un especialista en esas cosas.
Mencionaba a fulano. Mencionaba a mengano. Dijo el nombre de todos los que estaban en la mesa, menos el de quien les escribe.
Enrique, con la pierna cruzada, media bota al aire, camisa manga larga, blanca, blanquísima, pantalón oscuro, con su copete impecablemente domado por el gel, sus dedos largos, huesudos, acariciaban el vaso que contenía una generosa porción de whisky.
Mientras con la mano libre acomodaba sus lentes, preguntó: «¿Qué le hiciste a Calixto?».
Nos quedamos viendo solamente. Captó el mensaje. Levantó la copa y me dijo ¡salud!. Le correspondí el detalle.
El sabía que jamás se lo diría, sin embargo hizo la pregunta. Nunca se quedaba con las ganas de ahondar en cualquier asunto, por más nimio que este fuera.
En dos o tres antros de no tan alta alcurnia, alguna vez nos alcanzó la madrugada.
Oyendo canciones, empalagosamente románticas, en voz de Tono Alonso, varias veces discernimos sobre temas que nada tenían que ver con la política, sino con marcianos, con alienígenas, como un tal Marcolote, al que, ipso facto, ya con nuestras venas un tanto copadas por el whisky, le enviamos buenas vibras -tras varias fallidas llamadas telefónicas- porque ya «se lo estaba cargando la tostada».
La única pregunta que nunca le hice al buen Enrique, fue por qué carambas le decían Chiricuto.
Me parecía un sobrenombre no muy ortodoxo que digamos, tanto, que jamás me atreví a llamarlo a través de ese apodo.
Alguna vez que leí un párrafo excelso -de los muchos que tenía- en un artículo suyo, le pregunté, sorna de por medio, ¿tú escribiste eso, Enrique?.
Y él solo se reía.
Fue solo por joder.
Yo sabía que con la vena inspirada era capaz de todo eso.
Él, también, soncarrón, me decía: «Dice ‘El Gallo’ que alguien te hace las caricaturas y tú nomás las firmas».
Y yo reía.
Creo haber conocido a todos los Enriques que habían en aquel Alonso.
Todos, hasta los de aspectos no tan luminosos, tenían su lado interesante.
El escritor, el poeta y el político competían férreamente en ese humano al que una oficina nunca pudo aprisionarlo.
Lo recuerdo, con una copa de whisky de por medio, faltaba más, (¡salud, Quique!), como un tipo fuera de lo común, que vivió su vida a plenitud, con su lucidez y su sonrisa como herramientas principales, que le permitían superar cualquier obstáculo, cualquier fortín que se le atravesara en el camino.
Se te extrañará, mi estimado Enrique.
Buen viaje. Allá estarás en tu mero mole, con Germán García, Marcolote, Luis Hilario, Tono Alonso y tantos más que se te adelantaron en el viaje.
Que tu vuelo sea placentero.