Nicolás Lizama
La libertad de expresión, con todo y sus muy naturales excesos, es un derecho inalienable y no una gracia o dádiva de nuestros gobernantes, sea quien sea y por más espolones que presuma.
Así que, no se cuelguen medallitas los políticos diciendo que son férreos defensores de lo que se dice y se publica. Su obligación es respetarla sin importar las dimensiones del batacazo que se les vino encima.
Después del mandarriazo, no queda más que, como los gatos, apechugar y relamerse la herida e inmediatamente después (ojo: inmediatamente después) analizar en donde estuvo la metida de pata para RECTIFICAR y no volver a tropezar con la misma roca.
Al menos, eso hacen los grandes, los que seguramente ingresarán al privilegiado sector de consentidos de la historia, los que tienen completas las neuronas, los que no se calientan cual plancha y la primera reacción que emiten sea despotricar en contra de sus críticos.
Es fácil, el político o servidor público que no quiera ser criticado, que se retire del trajín cotidiano y que se vayan a rascar la panza -o lo que le pique- a casita.
No es, por lo tanto, un acto de inconmensurable generosidad su respeto irrestricto a la divergencia.
Las redes sociales, son una herramienta, un salvavidas, incluso, para quienes no tienen acceso a los medios tradicionales.
Banalidad y media se publica, pero ni modo, es potestad de cada individuo encuevarse en la mediocridad intelectual o dar el salto que le permita hacerse de un considerable patrimonio de lectores a través de sus escritos.
Los políticos y servidores públicos de primera línea, se acostumbraron a hacernos creer que es un acto de amor supremo el hecho de respetar nuestro derecho a la libre expresión, cuando es todo lo contrario.
Los que tenemos el sartén por el mango, es el vulgo, los criticones, los patrones (con nuestro dinero se les paga) los que hacemos posible que se apropien de un buen billete y que accedan a alturas insospechadas, aunque no se la merezcan (torpes que somos a veces a la hora de elegirlos)
Hay que hacer uso de la libertad de expresión, una y otra vez, hasta que duela.
Cuando incluso hasta el poder judicial está cooptado, es el único recurso que el vulgo tiene a mano para hacerles sentir a los políticos y servidores públicos que en el lugar menos imaginado, hay un par de ojos que los vigilan.
Y mejor si hay video, como constancia irrefutable.