Nicolás Lizama
Primera vez que me se me va de largo un 15 de septiembre sin ingerir un tequila cuando menos.
Ya no recuerdo cuantos años tiene que sigo la religiosa tradición de mezclar con esa bebida mi jolgorio independentista.
Todos los !ajúúúaaa!, que recuerdo han sido medianamente entequilados.
Antes, les aclaro, aunque algunos no me crean, siempre he seguido ese consejo de «nada con exceso, todo con medida».
Y funciona, créanme, funciona.
Esta vez he sido un simple espectador con lo que tenga que ver con el tequila.
Mi parentela no es muy devota de ese tipo de bebidas. Le tienen terror. Le temen como si fuera el demonio que está encapsulado en el interior de la botella.
Yo aprendí a domar a ese demonio. Un día le puse el pie encima y clarito le dije que cuidado, conmigo mejor ni se metiera.
No niego que en algunas ocasiones el tequila ingerido me dejó algo turulato. Que después de beberlo apenas alcanzará llegar a mi cama para caer y dormir como un bendito.
Les comento, sin embargo, que en general, el tequila siempre fue benévolo conmigo.
Hoy, que a fuercitas tuve que divorciarme del tequila, solo veo y me carcajeo cómo los bebedores hacen muecas cuando ingieren un buche de ese líquido, como si les explotara todas las entrañas.
«Exageran», sentencia el bon vivant que llevo en las entrañas.