Nicolás Lizama
Los huracanes son devastadores. No lo sabremos nosotros que año con año vivimos con el Jesús en la boca ante la posibilidad de que alguno nos toque y barra con todo lo que encuentre en su camino.
Varios de ellos son parte de nuestra historia. Son recuerdos imposibles de borrar de nuestras mentes. Pusieron de cabeza nuestro Estado y recuperarnos de sus efectos no fue tarea fácil.
Unos causaron desgracia incalculable, otros no tanto. Todos sin embargo se han quedado grabados en nuestras vidas.
Un huracán comienza con sus efectos devastadores desde que viene el anuncio de que es inevitable su brutal impacto. Los medios de comunicación no dejan de hablar al respecto y a uno, como león enjaulado, lo único que le queda es prepararse para hacer menos feroz el resultado.
Los canales de televisión le sacan raja al asunto. Tienen entre manos una noticia que estará en boca de todos y tratan de sacarle el mayor beneficio para sus empresas. Mandan a reporteros avezados al respecto y compiten con ahínco tratando de captar a la mayor cantidad de televidentes. Y todo se vale en ese sentido. Todos tratan de darle un cariz de desgracia al asunto. Todos tratan de que el espectador se sobrecoja del espanto.
Tiene mucho de macabro eso de que dos o tres días antes se anuncie con bombos y platillos la desgracia que asolará a cierta parte del globo terráqueo.
El año pasado, escuchando las noticias de que era inminente el azote de un meteoro a Baja California, experimenté de nueva cuenta ese cosquilleo extraño y esa sensación de impotencia que antecede a la llegada de un monstruo de tales dimensiones.
Horas antes de que sufrieran el embate del meteoro, en el Distrito Federal se llevó a cabo una reunión informativa con todas las dependencias involucradas en este tipo de desgracias. Cada uno exponía la tarea que le había sido encomendada. En teoría no había falla alguna. Aparentemente todos se sincronizarían como un relojito para que tras la llegada del huracán sus efectos no sean tan traumatizantes. Los escuchaba y me estremecía. Vivos están en mi mente todavía aquella noche aciaga cuando el bramido de un huracán nos acompañó durante varias horas. Uno siente que el mundo se le viene encima. La impotencia se adueña de tu mente y todo queda a la deriva. Todo se trasluce en implorar para que la madre natura se apiade y aligere el castigo.
Por ratos uno siente que todo reventará a tu alrededor y te convertirás en parte de los fragmentos que volarán por todos lados. Esa es una situación terrible. Nada hay que puedas hacer para cambiar el rumbo de las cosas. Lo único que queda es acurrucarte en el sitio menos frágil y encomendarte al santo más misericordioso que conozcas.
Cada ruido que se escucha en el exterior es síntoma de que algo se ha caído. Y con cada estrépito también se caen tus ilusiones. También se caen tus esperanzas de que cuando abras una ventana y aceches, los daños sean menores.
El aullido del viento te va matando poco a poco. Algo va sucediendo en tu mente. La resignación comienza a apoderarse de tu cuerpo. Comienzas a recordar lo que has vivido y lo que aun te falta por experimentar en esta vida. Te acuerdas de toda tu parentela. De todo el relajo que fuiste de chamaco. De todo el trabajo que significó crear un hogar en el que tu familia se sintiera reconfortada. Hogar que con cada zarandeada se va derrumbando estrepitosamente. Cada vez que el viento rebota en sus paredes es una sacudida interior que se experimenta y que va minando tu energía poco a poco.
Después de varios minutos con ese sufrimiento, comienzas a hacerte a la idea de que salir con vida de ese suplicio ya es ganancia. Las pérdidas materiales comienzan a pasar a segundo plano. Observamos las paredes y solo estás a la espera de que surja la primera grieta. Y ni para dónde correr en esos casos. Lo único que queda es hacerte chiquito, encogerte lo más que puedas y taparte los oídos para no seguir escuchando esa especie de música macabra, de esa sinfonía sepulcral que parece darte la bienvenida al otro mundo.
Cuando todo cesa, cuando te pellizcas y sientes que estás vivo, llega una especie de aletargamiento. No sabes si pararte y correr o quedarte en donde estás durante mucho tiempo. Te aterra acechar y ver los destrozos que hay afuera. El estar vivo, sin embargo, es ya una victoria. Y a eso se aferra uno para no desquiciarse por completo. Luego viene la etapa de limpieza, tanto la de afuera como la del interior del cuerpo.
Recobrarse después de un meteoro no es tan fácil que se diga. Quedan heridas que ni con el pasar del tiempo cicatrizan.