Nicolás Lizama
Los festejos preestablecidos en el calendario me arrinconan, me desarman. Me hacen sentir un inocente y débil pajarito frente a la enorme víbora de la mercadotecnia que me hipnotiza y me lleva lentamente a sus entrañas.
Esos días, en ocasiones, me deprimen. Más cuando salgo a la calle y veo como la gente corre tras el ramo más hermoso de flores para adquirirlo y llevarlo a la persona amada. Y no es que yo no tenga afectos o sentimientos en el interior del alma, sino a que a mí simplemente esas actitudes no se me dan y por eso a veces la duda me asalta y me pregunto si acaso provengo de otro planeta en el que ese tipo de acciones no las tenemos contempladas.
Vaya, no le encuentro el más mínimo chiste a eso de salir determinado día del año a la calle en busca de un obsequio para alguien a quien se supone uno debería premiar todos los días con una sonrisa o con un fuerte abrazo cuando menos.
A esas actitudes les veo incluso cierta dosis de cinismo. Es en cierta forma una manera de decir: “Hoy inundas mi pensamiento, mañana o pasado ya no sé…”.
Pero, en fin, cada quién con su cada cual. El 14 de febrero, por ejemplo (una de las fechas más ad hoc para tirar la casa por la ventana), es uno de esos días en el que todos tratan de sacar ganancia de una fecha que un día a alguien se le ocurrió poner en color rojo en una de las páginas del calendario.
Es el día largamente esperado por el tipo que se dedica a la venta de flores y a quien el año nuevo, como a la gran mayoría, no le ha sido tan fructífero como quisiera. Es el día para el que se ha preparado pidiendo una dotación extra de ese artículo tan preciado. El día en que, picaruelo como suele ser cada que la oportunidad se le presenta, aumentarle visiblemente al precio del producto. El día en que no tiene que batallar tanto para hacer ver sus flores rozagantes, ya que, los enamorados, sobre todo esos que dejan todo para el último momento, se llevan hasta una flor marchita. El día en que su caja registradora suena tanto que incluso tiene que vaciarla tres y hasta cuatro veces durante el transcurso de la fructífera jornada. El día en que les advierte a sus empleados que no podrán ir a sus casas hasta que el último cliente salga y por lo tanto, generoso –sucede una o dos veces al año-, manda por los pollos rostizados.
El 14 de febrero es un día atípico en nuestras vidas porque los genios de la publicidad nos han hecho creer que es la fecha en la que nuestra pareja, o quien aspiramos que lo sea, se sentirá conmovida y llegará casi hasta las lágrimas si le enviamos un presente.
Es el día en el que uno sale a la calle y se siente un desadaptado -un ser de otro planeta-, porque no está haciendo lo mismo que la gran mayoría, que es el de entrar a una tienda y adquirir algún regalo.
Yo, en mi descargo, podría decir que no tengo un día especial para hacerle sentir a los demás que los llevo siempre en el recuerdo. Que aprecio mucho todo el afecto que en mi prodigan. Que me siento un afortunado cuando me topo con alguien a quien no he visto en mucho tiempo y noto que la felicidad nos inunda a ambos. Cuando alguien me saluda y aparte se da su tiempo para intercambiar todo tipo de opiniones. Cuando de pronto en algún restorán, después de haber comido opíparamente, pido la cuenta y el mesero se acerca y muy quedito como para que los demás no se den cuenta, me dice que ya alguien en alguna mesa a pocos metros de distancia ha pagado mi consumo.
El amor y la amistad, que es el slogan de ese día tan añorado por los enamorados y los no tan enamorados, uno debería llevarlos colgados en el pecho todo el tiempo. Claro, mientras dure el afecto, porque ya se sabe, en este mundo tan cambiante, nada es para siempre.