Nicolás Lizama
Si de algo estoy seguro –quizá de lo único que estoy seguro en esta vida-, es que alguna vez, en una de mis tantas reencarnaciones, fui un payaso muy festivo.
Es una sensación que me ha acompañado desde que tengo uso de razón. Es quizá una de las profesiones más exquisitas que conozco.
En mi infancia, hasta donde recuerdo, nadie me hizo más feliz que los payasos. Generosos, me llevaron de la mano a mundos que de otra forma jamás hubiese conocido.
Mi encuentro con los payasos siempre fue fortuito. Siempre fue un encuentro de improviso, riesgoso, con mucha adrenalina de por medio. Siempre estuvo supeditado a que pudiera colarme al interior de esos cirquitos de mala muerte que llegaban por temporadas al poblado en el que mi vida transcurría. No recuerdo noches más felices que aquellas cuando en compañía de otros cuatro o cinco pequeños transgresores, aplaudíamos a rabiar los chistes de aquellos personajes que han permanecido para siempre en la memoria.
Colarse a circos como aquellos no tenía tanto chiste. No implicaba nada extraordinario. No ameritaba reconocimiento alguno. Las carpas que los cubrían, que digo, medio cubrían, tenían agujeros por todos lados y era una invitación expresa a introducirse por cualquiera de tantos hoyos a disfrutar del espectáculo lo más campantemente que usted pueda imaginarse.
Nunca tuvimos, por cierto, ningún problema en nuestras incursiones. Nunca nos pilló ningún gendarme –aunque hasta ahorita caigo en cuenta que en el pueblo no existían policías-, ni el dueño jamás se nos acercó para reprendernos y expulsarnos ipso facto de la “fiesta”.
La verdad, aquí entre nos, siempre tuve la impresión de que el dueño del cirquito, buena onda, se compadecía de nosotros y se hacía de la vista gorda.
No había cirquito que pudiera evitar que aquel grupito de pequeñas sabandijas se colara al espectáculo. A todos nos metimos sin pagar un solo quinto. Aquellos eran tiempos en los que un peso era oro molido y los papás, antes de destinarlo para pagar un boleto que nos permitiera el acceso legal a ese tipo de funciones, mejor lo destinaban para adquirir las viandas que al mediodía engañarían los gruñidos de las tripas. Dicho proceso, por cierto, era en extremo complicado, las familias, en el pueblo, constaban de ocho chamacos para arriba –la mía no era la excepción-, y llenarle el estómago a tanto chamaco era una misión que a veces adquiría tintes de heroísmo extremo.
En aquellos años a nadie aplaudí más que a un payaso. Los políticos no eran tan abundantes como ahora y jamás conocí a alguno que llegara al pueblo y hubiera que abrumarlo con las palmas de las manos.
Cuando me hice mayorcito, cuando los años se me colgaron en la espalda, asistí a los circos siempre que la oportunidad me los ponía a la vuelta de la esquina. Y jamás le hice el feo a un payaso. Al contrario, siempre que los tuve enfrente, los reverencié de la mejor manera que conozco: abrumándolos de aplausos.
La profesión que me correspondió en esta vida alguna vez me puso frente a uno de estos personajes. Conocí a un cristiano que se llama Edgar Monforte y cuya actividad era la de transformarse en un payaso y compartir toda la chispa y la vitalidad que en el interior llevaba. “Marioneto Mascahuayas” era su nombre de batalla.
Muchos años compartió su gracia en la pantalla. La televisión se encargó de llevarlo hasta la intimidad de nuestras habitaciones. De pronto, oh desgracia de desgracias, desapareció del mapa (pero jamás de mi memoria).
Hace algunas semanas tuve la fortuna de encontrarlo en mi camino. Me platicó de los infortunios que el destino ha puesto en su camino. Su vida dio un giro de 180 grados. En el canal de televisión un día le dieron las gracias y le sugirieron buscarse otro trabajo. Por si fuera poco, un accidente le hizo polvo algunos huesos de su cuerpo. Al final de su rehabilitación no quedó bien del todo. Ya nada volvió a ser igual en su fisonomía. No podía saltar, no podía hacer movimientos bruscos como antaño. Se acabó “Marioneto Mascahuayas”.
Ingenioso que es, hoy vive haciendo y editando todo tipo de videos. Trabaja en el aspecto publicitario. No se rinde ante la vida. Eso es bueno. Eso digno de un prolongado aplauso.
Eso incrementa el gran respeto que les tengo a esos personajes. A esos cristianos que nos alegran la vida a base de gestos y sonrisas.
Larga vida a los payasos. Sé que algún día, tarde que temprano –en mi próxima vida quizá-, volveré a formar parte de ese gremio.