Nicolás Lizama
En la capital de San Caralampio todos andan tras la pista de alguien. Y eso, en serio, no es vida.
El abonero de la motocicleta, afanoso, cual hábil detective, anda tras menganito.
Menganito, encab…, con justa razón, ya que tiene mucho tiempo de no echarse una parrandilla como las de antes, como Dios manda (además –alguna vez fue buena paga- y por lo tanto no le gusta andar de prófugo del abonero), está tras los huesos del tesorero del Ayuntamiento –tremendo pillo, dicen-, buscando afanosamente la documentación necesaria para filtrársela a los periodistas. “Así, si no se va a la cárcel por rata –piensa menganito- me conformo con que ya de perdis lo balconeen públicamente”.
El tesorero, el uñas largas, nada pend…, anda pegadito a la sombra del “Presi”, su jefe (o cómplice, como usted prefiera llamarle), quien lo puede incluir en el paquete de impunidad que anda gestionando lo más afanosa –y sudorosamente- que puede.
Y el «Presi», pez gordo, nomás que en calidad de atribulado, anda tras el Mero-mero, el único que puede garantizarle una existencia más o menos tranquila después de entregado el cargo.
Y, para no variar, el Mero-mero, aparte de andar tras de varios que se la deben, anda correteando a la tranquilidad que hace mucho tiempo se le escabulló y que difícilmente encontrará de aquí a seis años y cacho, cuando menos.
En San Caralampio todos traen pegado a alguien –sino de los nuevos tiempos- como si fuera su propia -maldita- sombra.