Nicolás Lizama
Es necesario reunirse de vez en cuando con los amigos. No hacerlo implica desperdiciar un acervo que se tiene a la mano y que de ser aprovechado como es debido indudablemente aporta sus beneficios.
Los amigos no están de a oquis. No están de adorno. No están solo para presumirlos. No están para acudir a ellos cuando los necesitamos. Ellos cumplen una función importante –vital, diría-, en nuestras vidas.
Hay amistades que te iluminan con una plática de media hora apenas. No es necesario mucho tiempo para darte cuenta que hay personalidades que con quince minutos que estén a tu lado tienen la capacidad de transformar tu día, tu semana o tu mes, incluso.
Hay gente que se vuelve insustituible en el devenir de sus amigos. Hay tipos cuyo afecto se vuelve un lujo y hay que cuidarlos como si fuera la joya más preciada con que contamos.
Los amigos no se miden por el grado de inteligencia que encierren en la cabeza. No se miden por la capacidad que tengan para resolver tus problemas en cualquier instante. No se miden por la disponibilidad que tengan para dedicarte varias horas de su tiempo, que para todos es muy apreciado.
Ellos se miden por lo instantes de alegría que te aportan cuando te los encuentras. A veces, escuchándolos hablar, te hacen pensar en lo tonto que has sido por no disfrutar de su compañía durante más tiempo.
Tengo amigos que deslumbran por lo que dicen, tengo amigos que te dejan con la boca abierta por lo que hacen. Y tengo otros que no te asombran por lo que dicen ni por lo que hacen, sino por lo que piensan.
¡Ahhh!, se me pasaba. También tengo amigos que me apantallan por lo que ingieren. Cuento con amistades que no tienen ningún empacho en reunirse y previo periplo en una motocicleta, ir por media docena de “misiles” o de “caguamas”.
También cuento con amigos que tienen fama de sibaritas. Personalidades que a la menor provocación destapan una botella de un vino costoso al tiempo que explican minuciosamente por qué el chiste de invertir tanto dinero en algo que aparentemente solo te aportará cuatro copas.
Tengo amigos que son devotos del ron, al que no traicionan ni por cuestiones de dinero ni por cuestiones de compañía. Son leales a morir con ese néctar dulzón aun cuando tengan que remover lodo y piedra para encontrarlo.
A todos les tengo un gran respeto. Todos tienen la facultad de darle luminosidad a mis ratos de ocio. Todos tienen la capacidad de asombrarme con sus ocurrencias.
La semana pasada tuve la oportunidad de reunirme con varios tipos de personajes. Me permitió departir con alguien que es ranchero hasta las cachas y que no tiene ningún empacho en llegar a un sitio en donde pide canciones de Antonio Aguilar, con sus temas de caballos, aun cuando esté atiborrado de gente joven que hace un mohín al escuchar algo que ni le va ni le viene y que ni siquiera sabían de su existencia.
También departí con un intelectual cuya inteligencia le sale hasta por los poros y quien cuando el ron ya lo invadió de los pies a la cabeza pronuncia “soy un desecho de guerra” y enseguida le toca la puerta a Morfeo para que le abra y le permita echar un reconfortante pestañazo en su regazo.
También estuve frente un amigo a quien el DF ya adoptó por completo y al que le da por dictar cátedra en cualquier sitio en que aterrice por el momento. No hay comida que sea de su agrado. “No, yo preparo mejor esta cosa”, dice tras una ligera probada mientras le hace una seña a quien está sirviendo. “Esto no se hace así”, dice y enseguida le desmenuza su receta. A veces le digo que no está bien la forma en que se conduce. Le comento que no me gustaría que el cocinero se sienta ofendido y le mande algún “recuerdito” en el interior de su comida.
En fin, ya les he presumido a mis amigos. Espero que usted también los tenga por montones y, lo más importante, sepa sacarles el gran provecho.