Nicolás Lizama
Los taxistas chetumaleños no dan pie con bola. A la hora de escoger a su dirigente siempre se van con el más nocivo.
Y eso no es de ahora.
Hasta donde se recuerda no hay uno solo que no se haya ido debido a que sus agremiados, hasta el gorro de ellos, mueven cielo, mar y tierra con tal de que pongan pies en polvorosa.
Cuando eso ha sucedido, no ha existido poder en la tierra que les obligue a devolver lo que se han llevado.
Y vaya que se han ido bien cargados. Ninguno se ha ido como llegó: con una mano por delante y otra por detrás.
La historia se repite cada que los taxistas nombran a un nuevo dirigente. Algo tiene de maldito esa silla que enloquece de avaricia a quién la ocupa.
El apodo poco importa. «Tigre», «Catrín»…, es lo de menos. Al final todos terminan embarrados hasta las narices.
La protección oficial hacia ellos es evidente. De otra forma todos hubiesen terminado ocupando alguna celda del Cereso capitalino.
No ha sido así, sin embargo.
Un cristiano común y corriente no tendría escapatoria. Hiciera lo que hiciera no habría escapado a los «implacables» brazos de la «justicia». Hubiese terminado con sus huesos en la cárcel. Los líderes taxistas en cambio tienen la «suerte» de que se van ya con su futuro resuelto. Sin preocupación alguna en lo que se refiere a los billetes. Sin el riesgo de terminar pagando sus desmanes.
Los agremiados en cambio, que se jodan. Que se queden con todo el revoltijo. Que se queden con todo el desmadre que armó el líder que ya pone pies en polvorosa.
Y vendrá otro «líder» y vendrán las mismas acciones, los mismos actos, las mismas tropelías.
Esa silla está maldita.