Nicolás Lizama
Es un amor el candidato.
Seduce -al menos eso piensa-, cuando sin hacer mueca alguna besa al moquiento nieto de doña Pepa.
La doñita es un poquito descuidada. La higiene digamos que no es muy lo suyo. Es evidente que tiene otras prioridades antes que limpiarle la nariz al chamaco.
El Candidato anda en otro rollo. Ni se fija, o parece no fijarse en ese tipo de detalles. Al contrario. Más a su favor. Eso lo hace verse más pueblerino. Más de la raza. Más integrado a esa multitud de marginados que abundan por todos lados.
Este candidato es algo extraño. Es una especie de trotamundos. Es como un gitano sin patria fija. Un día puede competir por las siglas de un partido y al día siguiente ya forma parte del changarro de los de enfrente. Pudor, pudor, lo que es pudor, digamos que no lo tiene. La bestia de la política que carga dentro lo lleva a transitar del cielo al infierno sin problema alguno. Y nadie mejor para hablar de infierno que él, quien estuvo recluido en el reclusorio durante un considerable tiempo. Y no cualquiera supera ese trauma. No cualquiera vuelve tan campante para encabezar una campaña.
No es de los favoritos que digamos. Su capital político no es la gran cosa en estos tiempos. Alguna vez, justo es reconocerlo, hizo temblar a muchos. Alguna vez provocó más que una taquicardia ajena.
El sistema sin embargo, tan canijo a veces, lo hizo reflexionar a base de incontables coscorrones. Hoy, dicen, ya se encuentra bien domado. Ya no es el alazán silvestre que era antes. Ahora obedece al chiflido del amo. Sabe que no se manda solo. Sabe que aparte del Ser Supremo, al que siempre se encomienda, hay una autoridad ante quien inevitablemente tiene que cuadrarse, so pena de revivir sus peores pesadillas.
El Candidato ha tenido que reciclarse. Ha tenido que reinventarse para seguir vigente. El Candidato ha tenido que hacer amarres que en circunstancias anteriores ni siquiera habría imaginado.
Los mocos del nieto de doña Pepa le cuelgan de un cachete al Candidato. Hay chalanes que quisieran quitarle el viscoso líquido hasta con la lengua, sin embargo se contienen. Es parte del show. Es parte de la utilería. No falta un mirón que diga: «¡Ay, qué lindo, que humano se ve el Candidato embarrado con los mocos de ese chamaquito!».
Claro, ya después, en privado, lejos de las miradas indiscretas, alguien se encargará de desinfectarle con sumo cuidado los cachetes. A fin de cuentas el Candidato es una mercancía. Un valioso producto que hay que venderle al electorado. Por lo tanto, por ratos, cuando el populacho se distrae, cuando la gente común y corriente no puede criticar ese detalle, sus chalanes, faltaba más, lo colocan entre algodones perfumados.
El Candidato asume riesgos. Ya se mete a una pequeña choza, con riesgo de que se le caiga el techo encima, ya se pone a volantear en transitada esquina, sin importarle que uno que otro conductor a quien no le simpatiza del todo, fuera feliz con aplastarle un juanete cuando menos.
El Candidato no sabe ni abrazar chamacos pero hace el intento ya deperdis. Eso otorga votos dicen los expertos. Es de rigor eso de fotografiarse con un chaval en brazos. Todos los candidatos lo hacen. El no será la excepción, por supuesto. A veces le sale eso de la abrazadera. A veces no le sale. Su novatez es evidente en este tipo de cuestiones.
La cara de terror que pone el chamaco cuando siente que el Candidato le apachurra la panza con los dedos es captada por el fotorreportero. La posteridad registra a través de la fotografía a ese pobre niño que ni idea tiene del berenjenal en que lo están metiendo.
Varios se dan cuenta del detalle pero fingen demencia. No se trata de echarle a perder la fiesta al candidato.
El hace su mejor esfuerzo. Finalmente es lo que cuenta.
Es el Candidato y su sonrisa. Es el fulano que volvió del infierno y, atrevido, desparpajado, anda queriendo arañar de nueva cuenta el paraíso.