Nicolás Lizama
¿Se vale que haya muertos?
Creo que no. Cuando se llega a ese grado de degradación es que ya nos cargó el carajo a todos.
En un mundo normal, correcto, lo que debería resaltar es la confrontación pero de las ideas, no la ley del más fuerte.
Hubo un tiempo muy lejano en el que todo se resolvía a base de chingadazos, a base de imponer la fuerza al rival.
Claro, eran los tiempos de Trucutú y sus cavernícolas, esos fulanos que nos antecedieron, fuertes, bravos como ellos solos, listos para enfrentar a quien sea, hasta a esos gigantescos mamuts que con un pisotón aplacaban a cualquiera. El problema era la insuficiente materia gris que se les alojaba en el cerebro. El diálogo no era muy privilegiado que digamos. Se comunicaban a base de gruñidos y de madrazos cuando el interlocutor no entendía bien a bien lo que le estaban transmitiendo.
Trucutú y su pandilla eran de pocas pulgas, como correspondía a una época en la que si te descuidabas eras cavernícola muerto. Lo lógico entonces era que anduvieras con el garrote en una mano y con el otro puño listo, como una especie de plan b, por si las cosas se salían de control y había que utilizar todos los recursos habidos y por haber.
Se supone que con el paso de las distintas épocas el ser humano fue entrando al raciocinio. Fue dejando como principales herramientas el garrote, los gruñidos y los madrazos a la hora de entrar en contacto con sus semejantes.
Se supone.
Lo que tenemos a la vista es que estamos volviendo a esas épocas en las que más te valía alinearte y hacer grupo porque solo y tu alma no llegabas lejos.
Estamos volviendo a esas épocas en las que tenías que estar con un ojo al gato y otro al garabato si no querías que de pronto te llegara el salvaje garrotazo y enviaran tu espíritu a otras dimensiones.
Estamos cayendo en exageraciones. Estamos volviendo a la brutalidad de antaño. A las trucutianas épocas en las que el gruñido, el garrote y el madrazo era el pan nuestro de cada día.