Nicolás Lizama
La prostitución tiene varios rostros. Tiene varias facetas. Tiene varias formas de irrumpir en nuestras vidas.
Tiene la cara del líder sindical que por un lado, en corto, arenga a sus huestes para que vayan a un desfile a echar relajo al menos, y por el otro lado va y le besa la mano a su inmediato superior, quien lo prodiga de todo tipo de atenciones con tal de que le mantenga al gremio en completa tranquilidad.
Tiene el rostro del político, que, consciente que el que no busca un “padrino” de enormes magnitudes no avanza, va y le hace caravanas a cuanto fulano tenga familiaridad con las grandes figuras de la política del patio. Del “grillo” que, imberbe o con varios años ya en el oficio, no tiene reparo alguno en ir y ponerse a las órdenes de quien detenta el poder aún cuando –poca memoria que tienen-, en el pasado varias veces le hayan puesto la bota encima porque no era de su círculo más cercano y había que pararlo a como se pudiera.
Tiene la cara del tipo o la damita que buscó una pareja que físicamente no provoca el enamoramiento, pero que sin embargo su encumbrada posición económica o política lo hace un personaje a quien hay que cortejar. El dinero y el poder, dicen los enterados, es el mejor afrodisiaco que existe. Yo les creo.
La prostitución está en todos lados. Donde se mueve el dinero, ahí puede uno encontrar a personajes que hacen de ese hábito una herramienta esencial que luego los encumbrará y los hará pasar como las personas más decentes de todo el universo. El dinero y el poder, no está de más comentarlo, hacen milagros que pudieran parecernos increíbles.
Finalmente, la prostitución menos dañina, la que menos hace mella, es la que practica la dama que todas las noches, después de encomendar a sus dos o tres hijos a la divina providencia, sale de su casa y se dirige a su habitual calle oscura y por lo tanto llena de peligros a rentar el cuerpo. Esa doña a la que ya los años lastimeramente se le han venido encima y por lo tanto tiene prohibida la entrada en alguno de los tantos burdeles que operan en la ciudad. Esa fémina que por doscientos o trescientos pesos no duda en abordar un taxi acompañada de un sujeto ebrio que apesta a sudor y cuya lujuria provoca que la vaya manoseando, metiendo la mano por todos lados.
Esa dama, que, mis respetos, durante el día lava, plancha, da de comer a sus hijos como toda mujer que se precie de serlo, y luego, ya cuando la cómplice oscuridad va envolviendo a la ciudad con su negro manto, saca el bilé, se lo pasa rápidamente por los labios y sale “volando” hacia la famosa calle de las caricias en busca del cliente que esté dispuesto a intercambiar doscientos pesos por sus arrumacos.
Esa mujer, que, meditabunda, por ratos se sienta frente a sus hijos, los observa y suelta un sollozo que apretuja en su garganta para que nadie lo detecte. Esa doña que muy por adentro piensa en qué será de ellos si cualquier día –el menos pensado-, le sale un loco y de un tajo le vuela la garganta por completo.
Hay más honestidad, creo, en esa dama prostituta que va y da la cara a cuanto lujurioso le pase por enfrente, que en el tipo –lobo disfrazado de cordero-,político balín, que micrófono en mano presume de tantos logros conseguidos en los años que lleva engañando a medio mundo.
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