Nicolás Lizama
Como espectador uno nunca está preparado para escenas como las que vimos el martes en la ciudad de México.
Como parte medular de la desgracia, no quiero ni imaginar qué es lo que se siente.
Las calamidades de tales magnitudes suelen generar un conjunto de acciones que, por fortuna, provocan que nuestro ánimo no se apachurre por completo.
Uno, a lo lejos, como que se siente un tanto inútil cuando observa a esos
héroes anónimos que levantan piedras hasta con los dientes, personajes que pasada la tragedia volverán a su anonimato, con magulladuras hasta en el alma pero con la satisfacción del deber cumplido.
Héroes que sin más afán que rescatar al prójimo en desgracia, ven luego como otros se cuelgan la medalla, como el caso del delegado de la Cuauhtémoc, Ricardo Monreal Avila, que a dos o tres horas del temblor, ya exigía la aplicación del Fonden.
Respetos totales para esa sociedad civil que rebasó por completo a las autoridades y que a instantes de pasada la tragedia, se volcó a los sitios en donde a golpe de uña quitaban piedras, varillas y todo lo que se encontraban en su camino para llegar hasta las víctimas que yacían debajo de los escombros.
Entrega, patriotismo, etc., etc., aquí cabe todo ese tipo de adjetivos.
Conmueve ver a tantos rescatistas surgidos de todos lados, dando todo -arriesgando la vida incluso- por salvar a sus semejantes.
Conmueve ser testigos de la solidaridad de vecinos y de gente que ni siquiera vive cerca del sitio, correr con palas, lámparas y demás implementos que solicita el personal que labora incesantemente en el sitio en donde se registraron los derrumbes.
Tampoco es cualquier cosa ver a curtidos reporteros que aparentemente ya habían presenciado de todo, conmovidos hasta las lágrimas al momento de transmitir su información desde el sitio de la tragedia.
Emociona eso.
En serio que emociona eso.