Nicolás Lizama
Son exactamente las seis de la mañana. Es sábado y estoy en el bulecas corriendo. Bueno, exagero, caminando.
Está de luxe. Damitas corriendo. Chavales pedaleando. Un par de mensos mamandose aún. Y un madrero de huevoncitos caminando como su servilleta.
Más que otra cosa, me ha traído aquí la crudota moral que cargo encima. Después de la pedota de ayer con los fotógrafos, no encontré otra forma más “divina” de pagar mi culpa que viniendo a la caminata matutina.
No crean que estoy muy a gusto. No crean que vivo y muero por venir a “devorar” kilómetros en el bulecas. La barrigota que me cargo es la mejor muestra de ello.
Mi barriga es otro pedo. Es una combinación de exceso de comida (mala, no muy nutritiva, por cierto) y de la otra cosa (¡hic!). Ya llevo mucho tiempo con ella. Tanto, que me he encariñado y no creo desprenderme de su muy grata compañía. Otros no la ven muy grata. Me vale un sorbete. La estética hace tiempo que para mí es letra muerta. Estética, para éste servilleta, je, je, es un lugar en donde la gente va para que le arreglen el cabello. ¡Jo, jo!. Mal chiste. Lo sé. Me importa poco.
Luego de media hora, quizá, me largaré a mi casa. Me daré un baño. Me rascaré la panza y también lo que ya se están imaginando. No desayunaré porque, la neta, traigo el estómago hecho un asco.
Pinche Arce, pinche Díaz, pinches amigos sonsacadores que apenas llegó al local de los fotógrafos comienzan a acosarme con las cervezas.
¿Alcohólico? ¡Mmmmmh! No creo. Pero a fin de cuentas el término me vale un soberbio cacahuate. Yo disfruto la compañía de mis amigos. La cerveza es puro y llano complemento.
La primera vez que llegue a ese sacrosanto sitio tuve algo de miedo. Me daba cosa ver como el Chekas y el Toloc le metían con ganas a todo lo que oliera a alcohol y los embruteciera. Por momentos pensé que hasta arsénico que les dieran se lo tomaban muy campantemente.
La ida al sacrosanto sitio es una adicción para muchos de nosotros. Adicción, esa es la palabra correcta. Es como una especie de Meca a la cual invariablemente tenemos que llegar día con día. Es como el fin de las procesiones en mi pueblo. Lo mejor, lo esperado, el clímax de todo lo que se hizo durante el día, ya que viene la comilona y la chupadera.
No sé si usted me entienda. Probablemente no porque usted no se encuentra en mis zapatos. Pero amo todo lo que huela al “Cilantro”, al gorrón de mi compadre el “Mosco”, al “Chich” Díaz, al viejito de don Arce, que se escapa del asilo pasadito el mediodía y luego llega sobornando a los encargados para que le permitan la entrada a deshoras de la noche. Adoro al Froy, ese cristianito, peludito, por el que a simple vista nadie daría un peso, pero que en el fondo-no de la bahía-, es quien mantiene el sacrosanto sitio del cual les hablo. Froy barre, Froy cocina, Froy hace los mandados y tantito falta que vaya y se acueste a rascarle la pancita al “Cilantro”, cuando el legendario fotorreportero, ya con media docena de caguamas en el buche, va y se tiende en la cama a echarse la primera roncada de la jornada.
Disculpen tanto recordatorio. Disculpen que haya abierto el pomo de las esencias. La caminata matutina me ha puesto muy sensible. Muy filósofo, muy intelectual, digamos. Aquí estoy, bien mojado, sudando como un marrano al lado del caldero en donde irremediablemente terminará convertido en chicharrones y carnitas.
Listo. A otra cosa mariposa. Estoy seguro que la caminata no me exprimió la grasa un solo gramo, pero me vale un cacahuate. Era simplemente una crudita moral que ya he pagado.
¡Arreee, es sábado y seguimos cabalgando!