Nicolás Lizama
Si todos le echáramos un extra a la profesión a la que nos dedicamos, este mundo sería menos complicado.
Si viéramos más disposición y más caras amables en las distintas instancias de servicio, las de medicina, por ejemplo, otro gallo nos cantaría, seríamos más felices y el agradecimiento nos brotaría por todos lados.
Les narro, porque me ha pasado, no me lo han contado.
Hay sitios en donde si el personal se sensibilizaran más ante el dolor humano, la desgracia sería más llevadera para quienes acuden a esas áreas.
Hay damitas y caballeros que no nacieron con la habilidad para desempeñar esa actividad y eso se refleja en el trato a los pacientes.
Y no se trata de que se anden comiendo a besos a quienes requieren de ese tipo de servicios. No se trata de que todo el día anden riendo aun cuando por el cansancio o el fastidio se los esté llevando la tiznada. Lo único que se necesita para contribuir al alivio del dolor en el semejante, más que otra cosa, es un trato amable.
Y eso deberían saberlo quienes se dedican a tan importante y delicada actividad.
Más que comprobado está que una sonrisa hace milagros y contribuye para que la vida sea bella en toda la extensión de la palabra.
En lo particular me maravilla que en ciertos lugares exista personal, entre médicos y enfermeras, que en determinado tiempo se despojen de los acostumbrados arreos de trabajo y se coloquen una bola roja en la nariz -benditos payasos- para llevar alegría a los pacientes encamados y hacer de esta manera más llevadera su desgracia.
Una ocasión fui testigo de este detalle y todo mi ser se impregnó de gozo al ver como la mayoría olvidaba ya de perdis por un momento su desgracia.
Por el contrario, también fui testigo de como un súbdito de Hipócrates- -se había levantado malhumorado quizá-, le decía rudamente al paciente que su caso era extremo y había que operarlo ipso facto por que el «tren» se lo llevaba. Pude ver como al enfermo le cambió el semblante y a punto estuvo del infarto.
Un poco de amabilidad es de agradecer, sobre todo en los galenos.
Justo es reconocer que son más los positivos que los negativos. Son más los que nos regalan sonrisas que los que hacen una mueca de disgusto.
Ya de por sí los hospitales no son para gente que no tenga los chones bien amarrados. Son sitios deprimentes -para muchos la antesala de la muerte-, donde se llega esperando con ansias una palabra de esperanza por parte de quienes allí laboran.
Son sitios a donde hay que ir preparados para todo, hasta para escuchar a un insensible decir a boca de jarro que ya San Pedro está haciendo los preparativos para recepcionarte.
Ya de por sí Chetumal es un sitio en donde difícilmente encuentras especialistas médicos que remedien tus enfermedades, luego entonces, aspirar a que sean generosos y amables, es pedirles demasiado.
De que hay gente verdaderamente capacitada (y además felizmente contagiante) lo hay, solo es cuestión de tener la suerte de toparte con ellos.
Es el caso de Carlos García, un terapeuta con varios años de experiencia y quien pareciera un artesano cuando va moldeando a su paciente para que pueda reintegrarse a la normalidad que la secuelas de alguna operación le regatea. Mis respetos para Carlos. Es un especialista que observa e indica a su paciente con la habilidad que le dicta la experiencia.
Me agrada que haya sabido como cerrarle la puerta a la avaricia. Es destacable el detalle de privilegiar el sentido humano a la necesidad voraz que sienten algunos por captar la mayor cantidad de dinero que se pueda.
Carlos no es de esos.
Carlos va por esta vida reintegrando la felicidad a sus pacientes. Carlos es feliz viendo a los demás felices.
Ojalá existiera más gente como Carlos.
Larga vida a este gran profesionista.