Nicolás Lizama
Hoy, como nunca antes, las personas que se dedican a la medicina, han adquirido notoria relevancia.
Y no es porque por sus pistolas lo hayan decidido, sino porque las circunstancias, tan de la patada, así lo exigen.
Y como no estar en la boca y la necesidad de todos, en estos son días en los que cualquier descuido y nos lleva la tiznada.
De ahí que valga la pena hacerles un reconocimiento tal y como Dios manda.
Cabe aclarar que igual que en todos lados, hay sus buenos y sus malos.
Hay quienes arriban a una profesión porque no les queda de otra. Y ni modo, hay que sobrellevarla a como se pueda, aunque sean más las penas que las glorias.
Por fortuna, creo, esos son los menos.
Hay, en cambio, quienes llegan convencidos de que con su actitud se convertirán en un motor de cambio.
Hay quienes están plenamente conscientes de la enorme responsabilidad que tienen en las manos.
En la medicina -pienso- conque tus pacientes salgan del consultorio con una sonrisa tanto en la boca como en la mente y no con los pies por delante, ya la hiciste, ya aplicaste, en principio, con el pie derecho el juramento hipocrático.
Un doctor que además de aportar sus conocimientos, lleva el optimismo a sus pacientes, sin importar el berenjenal en el que esté metido, es a todas luces un espécimen digno de retacarlo con todas las loas que se puedan.
Tengo la suerte de conocer a varios de ellos.
Cuento entre mis amistades con “batitas blancas” que, afortunadamente, no han hecho del mejoralito la medicina con la que destacan su su botiquín de primeros auxilios.
Contar con esa gente que aparte de curarte tus dolencias, te alivia el alma, es un lujo que amerita presumirlo.
Ahí está mi compita Pedro Ramón Peña, Francisco Lara Uzcanga, Guilbert Canto, Joaquín Cámara, Homero León, y varios más cuya amistad siempre trato de que no se empolve en mis recuerdos.
Hoy, sino de los nuevos tiempos, los recuerdo más que nunca.
¡Felicidades, pues, a todos los que se rompen el alma en el campo de batalla!