Nicolás Lizama Cornelio
Qué triste es la vida. Todo por servir se acaba.
Mientras les sirvas a tus dueños, perdón, a los dueños de la televisora en la que trabajas, no hay problema, no pasa nada, sigues allí, muy vigente, soltando verdades a medias, mentiritas, mentiras y mentirotas, faltaba más. Mientras los señores propietarios de la empresa vean en ti a una mercancía que se vende, y bien, te apapachan, te consienten, te permiten algunos excesos en tu vida diaria, en tus negocios particulares, así sea haciéndoles sentir con toda la mala leche del mundo tu poderío a los demás.
Uno los ve allí, en la pantalla, tan seguros, tan dueños de la verdad absoluta (je, je), que a veces hasta les cree lo que sale de sus bocas no tan educadas que digamos.
Lo vimos con Jacobo Zabludovsky, lo estamos viendo con Joaquín López Dóriga. El fin llega porque tiene que llegar.
Jacobo, el cuasi eterno Jacobo, durante años penetró hasta lo más íntimo de nuestras casas, de nuestras conciencias incluso, llevándonos el mensaje que sus patrones quisieron. El mensaje que les convenía a ellos, que no les interesaba ganar auditorio –lo tenían cautivo-, sino la mayor cantidad de billetes que se pudiese.
Jacobo, ese que luego de que le dieran la patada en donde usted ya sabe, se justificó diciendo que eran otros tiempos, que eran días en los que las órdenes se cumplían, no se discutían. Jacobo, ese personaje que luego, ¡clap, clap!, a través de sus artículos, ya rota la soga que lo tenía amarrado a la pata de alguna mesa, pudo criticar a quién le vino en mente. Jacobo, que, la verdad, escribía mejor que cuando hablaba frente a las cámaras, ese personaje que, todopoderoso en aquellos años de “24 horas!”, sobrevivió mucho tiempo a su caída, la suficiente para intentar parchar de alguna manera la sesgada parcialidad periodística que le imprimió a gran parte de la información que nos transmitía.
Jacobo, ese personaje pétreo, ni siquiera pestañeaba, que noche a noche nos (mal) informaba, terminó empacando maletas y yéndose a la calle sin la gloria de un Julio Scherer, por ejemplo.
El lunes le tocó a Joaquín López Dóriga sorber ese trago amargo que significa el anunciar al teleauditorio que ya le están cantando las golondrinas. Que ya sus maletas están listas porque en unos días más tendría las patitas en la calle.
La verdad, ya se habían tardado en darle las gracias, claro, aparte del titipuchal de billetes que seguramente pondrán en sus manos en agradecimiento a sus servicios. Es lógico, si dio a ganar dinero, merece una tajada considerable de lo ingresado.
Si usted es de los que se encariñó con dicho personaje y está pensando que, pobrecito, cómo le hará ahora para ganarse la vida, despreocúpese, el Teacher tiene los suficientes recursos como para ya no dar un solo golpe más en su vida. Es de los periodistas que han sabido sacarle provecho a la actividad que ha desempeñado durante muchos años. Y lo que todavía falta.
Mejor imagíneselo jocoso, diciendo: ¡Todavía hay Teacher para un buen rato más!