Nicolás Lizama
Alfonso me caía bien. Era un tipo jovial que te conquistaba a base de sonrisas.
Lo conocí hace muchos años durante una parranda de esas que acostumbrábamos en la época en que éramos jóvenes y uno tiene la impresión de que puedes tragarte al mundo de una cucharada.
Épocas en las que después de la jornada de trabajo acostumbrábamos reunirnos con los más experimentados del gremio para aprender de ellos exprimiéndolos a base de preguntas o simplemente viendo la forma en la que actuaban aquellos veteranos de la reporteada.
Algo aprendimos en base a pegarnos como garrapatas. Ellos, los veteranos, se habían roto el cuero aprendiendo en un sitio en donde el periodismo no era un oficio tan ortodoxo que digamos. Por lo tanto un sitio en dónde te lo enseñaran no existía. De ahí que hubiera la necesidad de utilizar algunas mañas para expropiarle los conocimientos a quienes ya sabían. La experiencia, el mejor de todos los maestros, estaba de parte de aquella media docena de reporteros y por lo tanto había que seguirlos hasta el mismito infierno si allí dirigían sus pasos sin titubeo alguno.
Éramos chavales todavía. Jamás nos imaginamos que haríamos huesos viejos en la reporteada. El periodismo no era algo que tus padres te inculcaran para que te ganaras la vida y alimentaras a tu familia en el futuro. Hubo varios que así como llegaron, de improviso, así también se fueron. De pronto desaparecían y alguien por allí, con cierta sorna, decía: “buscó una chamba mejor pagada y menos complicada”.
Y así fueron viniendo y fueron yendo. Uno de esos que llegó y dijo “aquí me quedo”, fue precisamente Alfonso Cox Tun, ese personaje nacido en Santa Rosa, un sitio ubicado en la meritita zona maya.
Tenía un apodo muy curioso. Le decían “El Checas” y recuerdo que cuando se ponía medio “cuete” te quedaba viendo fijamente, pizpireto te cerraba ambos ojos y enseguida pintaba la mejor de sus sonrisas.
Pico piedra como todos. Anduvo de la Ceca a la Meca tras la información que hiciera que su jefe se sintiera satisfecho y jamás anidara en su mente la maldita idea de darle una patada en el trasero.
Lo recuerdo vestido de pelotero. Muy orondo se calzaba la indumentaria de beisbolista y se subía a la llamada lomita de los disparos para dominar a los bateadores con los únicos pero letales tres lanzamientos de su repertorio: la lenta, la semi lenta y la que no llegaba. Con ese repertorio tan singular tenía suficiente para poner loca a la artillería contraria.
Se veía chistosísimo con su traje ajustado. Muchos nos divertíamos a sus costillas cuando se transformaba en pelotero. El sin embargo, que recuerde, jamás mostró algún gesto de inconformidad cuando se daba este suceso. Al contrario. Se reía de sí mismo y ese fue un detalle que me conquistó desde un principio. “Quien no se ríe de sí mismo no tiene derecho de reírse del resto de la gente”, era uno de sus lemas favoritos.
Con el tiempo nos fuimos transformando. Nos fuimos haciendo adultos. Atrás quedaron aquellos años cuando podíamos irnos de parranda y en casa no había ni perro que nos ladre. Seguimos el consejo bíblico y tuvimos parentela, caminamos por nuestro pequeño mundo y nos reproducimos. Y entonces hubo que ser más formales. Hubo que llegar temprano a casa y con dinero en el bolsillo.
He leído opiniones por allí de que era un modesto reportero, un humilde comunicador. Ni madres. Nada de eso. Fue un chinguetas que hizo periodismo a su modo. A como quiso, pero con un detalle fundamental del cual jamás me olvido: siempre con la sonrisa en el rostro y con una palabra amable para todos.
Mis respetos para “El Checas”. Va un abrazo fraterno de mi parte hasta en donde carajos haya recalado.